Imperios de hierba

JC_SantosPor Jean Santos Rivera

 

I wear this crown of shit
Upon my liar’s chair
Full of broken thoughts
I cannot repair

“Hurt”, Nine Inch Nails

 

Anselmo fue el que comenzó a dividir la tierra, ¿o fue Baltasar? Alguno de ellos se despertó un día, tomó unas estacas gruesas, una soga y un marrón; caminó por la llanura, saludando a su parentela y cuando le pareció que estaba justificadamente lejos de su propiedad plantó con sus brazos el poste que fijaba la colindancia con la finca vecina.

Décadas o tal vez un siglo habían convivido las familias sin tener que determinar hasta dónde era el territorio de cada quien. Los patriarcas de las respectivas familias, ya ciegos y seniles, no recordaban cual era la división. Si se les preguntaba solo señalaban hacia cualquier lado y pronunciaban: «Hasta allá, adonde está el olmo». Parecían no recordar que ese árbol pasó a ser una de las sillas en la que entonces se mecían.

¿Por qué les dio por definir las fronteras? Unos dicen que fue por temor a morir y que sus hijos se quedaran con menos de lo que en realidad poseían. Otros afirman que aquella mañana escucharon a Baltasar, ¿o a Anselmo?, decir que no tenía nada más que hacer. Sus esposas no confirmaron ni negaron esto. Les sirvieron sendos desayunos y como no era raro verles con herramientas en la mesa del comedor no preguntaron los planes del día.

Lo cierto es que no importa quien comenzó, el otro se le unió a mediados de esa mañana y reiteró los límites. De vez en cuando argüían y uno retiraba el poste del otro y lo enterraba donde entendía que sí iba. Lo hicieron solos. Sus hijos e hijas paseaban juntos, conversaban y jugaban entre ellos sin importarles a que casa habían nacido.

Uno le dijo a su prole con mucho orgullo: «Verán todo lo que la familia posee». El otro nunca se mostró cansado; aguantaba y evitaba jadear para mostrarse más fuerte. La larga valla recorrería desde donde terminaba el bosque del norte hasta donde comenzaban las montañas del sur.

Los patriarcas, a quienes los sentaban juntos en el balcón de una de las casas para que conversasen, no hablaron durante ese día. Los martilleos y las discusiones de sus hijos, ¿o eran nietos?, no los dejaban plantear un tema. Sí se disculpaban si alguno de los insolentes carpinteros decía algo que podría entenderse como ofensa hacia la otra familia.

Anselmo descansó al mediodía, al igual que Baltasar. Al volver, trajeron sus mapas de la finca que estaban rasgados en partes, vetustos y amarillentos. Concordaron que los documentos que delimitaban las propiedades con líneas imaginarias eran oficiales tras corroborar el sello del gobierno. Baltasar entonces se dedicó a construir la valla de norte a sur, mientras el otro martillaba de sur a norte. No tomaron materiales prestados; los postes, la madera, los clavos y martillos tenían las iniciales de la familia talladas en algún rincón.

Desconfiaron y prefirieron hacer sus respectivas verjas, no fuese que al construir una comunal el otro se aprovechara y adquiriera centímetros que no le correspondían. Dos cercas se formaron, una pegada a la otra, si acaso con unos milímetros de separación.

Los hombres siguieron entregados a la labor por días. Al término de ésta Anselmo se trepó a la copa de un árbol y Baltasar escaló parte de una montaña para corroborar la rectitud de la verja contigua.

Justo al medio del trayecto las cercas de ambos se despegaban y volvían a encontrarse y juntarse más adelante. Habían seguido los mapas correctamente. Ninguno había tomado tierra de más. Dicen que Baltasar se rió y Anselmo se enfadó, aunque otros aseguran que fue al contrario. Se reunieron y estudiaron los documentos del otro. No había fallo en ninguno. Se suponía que esa tierra no estuviese allí. No estaba evidenciada su existencia. ¿Sus padres cometieron un error? Al cuestionarles, los ancianos rascaban sus frentes sin saber qué contestar. Midieron las fincas desde extremos opuestos hasta encontrarse en ese punto colindante y la medida era correcta. Nadie tenía terreno de menos.

Por un tiempo, nadie se preocupó por la naturaleza que quedaba sin dueño. El pedazo sin conquistar no era tan grande. Apenas cabría un becerro o una oveja. Aun así no se la cedieron el uno al otro, sino que quedó allí esperando quien la reclamara. Por las tardes era común ver a los hombres disfrutar de un café en sus respectivos balcones fijando las miradas en esa porción de grama.

En una ocasión se vio a Baltasar subir a la montaña y a Anselmo trepar hasta la copa del árbol nuevamente. Estudiaron la valla e hicieron dibujos de ella. Luego, Baltasar (o Anselmo) le comentó a sus allegados que tuvo que reírse ya que parecía… no recordamos que dijo o quizás el que nos lo contó no se atrevió a decir a qué.

cuento

Desconocemos a qué se asemejaba, lo que sí podemos precisar es que de esa vez en adelante se miraban con desagrado y procuraban hacer tareas cerca de ese minúsculo terruño. Plantaron huertos y flores a lo largo del cercado, pero era con el propósito de pasar los días trabajando cerca del otro para velar que no intentara usurpar ese terreno que lucía tan bueno y fértil, según comentaron, para sembrar un arbolito de guayaba.

Llevaron el caso a las cortes. Uno argumentó que su familia llevaba más tiempo viviendo por esas tierras, por lo que sin duda ese pedazo era de ellos. El otro le refutó diciendo que la familia de él compró aquella finca y que en el acuerdo de compra y venta quedaba esa porción.

El litigio duró meses, ciertas personas afirman que seguía después de un año. La municipalidad no sabía por quién fallar, pues en realidad no se encontraba evidencia de que el terreno en pleito existía. Los abogados de Baltasar mencionaban que sí había evidencia, pero que se perdió en el fuego que consumió la oficina de permisos hacía tres años. El caso quedó en el limbo de los tribunales. Ya los jueces le huían y lo dejaban descansar en sus escritorios por largo tiempo, esperando que alguno cediera. Pero no se cumplió ese deseo.

Ya los hombres no sólo bebían café, sino que desayunaban, almorzaban y cenaban en sus balcones velando la hierba que comentaban que cada vez lucía más verde. Por las noches encendían fogatas a pasos de la cerca y mandaban a sus hijos a que hicieran guardia.

La noche en que por última vez se vio a los hombres, Anselmo le pidió a su esposa que le cosiera y preparara una bandera de franjas horizontales con los colores del escudo de la familia. Dicen que fue él, pero creemos que fue Baltasar ya que la mujer del otro no sabía coser. Permanecieron desvelados; pasaron la noche uno con bandera en brazos, el otro en una mecedora.

Cuando venía algún hijo o hija a pedirle que se acostara a dormir él decía que no podía porque «estoy defendiendo lo tuyo».

Al amanecer se levantaron de sus asientos y caminaron hacia el terreno deseado. Baltasar llevaba la bandera en mano (los colores en los escudos de las familias eran prácticamente los mismos), por más  que digan que era Anselmo, juramos que era el otro. El que llevaba la bandera se trepó en la cerca. «Ni te atrevas a pisar el suelo», dijo el otro levantando una escopeta. Varios dicen que fue por rencor, otros que el que tenía el arma era nervioso y sobreactuó. Una de las niñas dice que lo vio todo, pero no quiere hablar o cada vez que se dispone a contarlo llora. Lo cierto es que antes de que el hombre pusiese el talón en tierra el escopetazo le desfiguró la cara, según dicen. El cuerpo cayó perfectamente acostado bocabajo sobre el terreno y arropado por la bandera; ninguna extremidad se salió del espacio cercado.

El perpetrador huyó. Nadie sabe si hacia las montañas o al bosque, eso daría una pista de quién es el que yace muerto, ya que nadie se ha atrevido a recobrar o a tocar el cuerpo ni siquiera las autoridades que comenzaron un pleito para decidir a qué jurisdicción corresponde esa tierra.

* Mientras estudiaba su bachillerato en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Cayey,  el autor participó en el Círculo Literario de la Dra. Janette Becerra. En el Programa de Estudios de Honor de dicha universidad realizó y presentó como tesina creativa un compendio de cuentos detectivescos. Defendió su tesis de la Maestría en Creación Literaria, una novela de ciencia ficción, en octubre de 2012. Ha dado talleres de cuentos a jóvenes y niños. Actualmente es maestro de Inglés en el Departamento de Educación.

 

“Me gusta”

FotoJoanVidotPor Joan Vidot

Perlita:

Recogiendo tu cuarto encontré un panty tuyo con unas manchas de sangre y aunque tal vez no te atrevas a decírmelo, soy tu madre y te conozco muy bien: esa sangre está en tu panty porque te cayó la regla.         

Ay mamita, ¡quítate esa vergüenza conmigo! Tarde o temprano me iba a enterar. ¡Qué emoción saber que ya eres una mujercita! Tus senos crecerán, podrás rasurar tus piernas y serás la envidia de todas tus compañeritas.

Perlita, lo que te espera no será fácil y una vez al mes sentirás mucho dolor, pero Dios no se equivoca y si te hizo mujer, es porque sabrás aguantar. Ya verás que con cada regla que te caiga, ¡te pondrás más hermosa!

Te compré toallas sanitarias con fragancia a talco de bebé porque para mí, siempre serás mi bebé.

Dios te bendiga, te amo mucho.

Cuando la orgullosa madre terminó de escribir, agregó en su mensaje dos fotografías: en una de ellas aparecía su hija desfilando en la graduación de sexto grado, y en la otra, el panty manchado de sangre.

Revisó su escrito y las imágenes, y oprimió el botón “Publicar”.

……

Nota: Este cuento fue uno de los 30 finalistas en el Décimo Campeonato Mundial de Cuento Corto Oral celebrado el 5 de junio de 2015 en la Universidad del Sagrado Corazón.

*Joan Vidot es escritora. Posee un bachillerato en Historia del Arte de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Rio Piedras. Actualmente se desempeña como publicista, y es estudiante de  maestría en Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón.

 

 

 

En un golpe de suerte

NataliaGalindoPor Natalia Victoria Galindo

Manuel se encontró sentado en un banco de la plaza sin saber cómo había llegado hasta allí. Desorientado, recorrió los alrededores con la vista en busca de algo o alguien conocido. Se levantó despacio y comenzó a vagar sin rumbo hasta que se topó con un niño que relamía una piragua. Miró el cono salpicado de rojo y le pareció saborear el néctar de la frambuesa. Una sonrisa infantil se le dibujó en el rostro mientras venían a su mente recuerdos intermitentes de su niñez. De repente el nombre de María se coló entre sus memorias de infancia y supo dónde estaba. Vivía cerca, a dos calles de la plaza.

Caminó con prisa para no olvidar el camino de regreso a casa y al llegar entró sigiloso. Quería sorprender a su esposa, como cuando eran jóvenes, pero la encontró dormida y se sentó en el sillón al lado de la cama para no molestarla. Mientras se mecía observó las canas que le pintaban el pelo, la extrema delgadez de los brazos y se acercó para acariciarla. La sintió fría, inerte. Trató de despertarla y recordó que al levantarse esa mañana la había encontrado sin vida.

Entre lágrimas le tomó las manos con la ternura de otros tiempos y recostó la cabeza en su regazo. Se quedó inmóvil, en compás de espera, escuchando el ruido acompasado del abanico de techo, hasta que en un golpe de suerte se le volvió a perder la memoria.

Entonces, creyéndola dormida, salió feliz hacia la plaza para comerse otra piragua de frambuesa.

……

Nota: Este cuento fue uno de los 30 finalistas en el Décimo Campeonato Mundial de Cuento Corto Oral celebrado el 5 de junio de 2015 en la Universidad del Sagrado Corazón.

*Natalia Victoria Galindo posee una Maestría en Creación Literaria y es Contador Público Autorizado de profesión. En 2011 su cuento Pintar a ciegas obtuvo el segundo premio exaequo del Certamen de Narrativa Corta de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Mayagüez. Ha colaborado con las revistas Trapecio y Letras Salvajes. En tres ocasiones ha sido seleccionada en el grupo de lectores finalistas del Campeonato Mundial del Cuento Corto Oral, recibiendo Mención Honorífica en el décimo certamen por su cuento En un golpe de suerte.

 

 

Sortilegio

miriamPor Miriam Montes Mock

Tenía un nombre que iba con él: Renato. Era una mezcla de fortaleza (ahí la letra erre mayúscula, tan masculina; y luego la letra te, que evoca un macharrán escupiendo). Entonces su contraparte: las letras a, ene, o… con sus interesantes combinaciones y ambigüedades. Algo me provoca la mera mención de su nombre –Renato– como si la mezcolanza de sus consonantes y vocales obligara a pronunciarlo con voz lasciva. Ya había dicho Platón que los nombres tienen una correspondencia con las cualidades del sujeto que nombran. Así era Renato: “nacido de un rey”. Y yo lo amaba.

Era un hombre repleto de encantos. Los ojos saltones sobre un par de ojeras verdosas, como rana de charca en baboso musgo. Y la boquita… tan chirriquitita que apenas le cabían los dientes. Una curiosa combinación entre un sapo y una rata que se engulle de cuanta piltrafa encuentra a su paso, para luego relamerse las uñas, esos bellos garfios afilados con los que también se hurgaba la dentadura y extraía los residuos de su glotonería. La verdad es que… eran inusitadamente largas, sobre todo las de los meñiques que, montadas en sus manitas femeninas, ofrecían una imagen un tanto… seductora. No es desprecio; no es ironía. Créanme. Lo que me gusta de ese hombre es su incomprensible belleza. Pero era su retórica, esa cautivante jerga repleta de rimbombancias cuasi filosóficas lo que más me deslumbraba. Nadie se atrevía a cuestionarle aquellas arrebatadoras frases con las que embadurnaba sus coloquios.

Llevo años soñando que Renato bese mi boca –esta primorosa maxila de protuberancia alveolar y micrognacia mandibular. Pero sus turgentes ojos solo ven a la grotesca mujercita de sedosas y amelocotonadas mejillas, de dientes aburridamente alineados como oficiales de la Fuerza Naval Americana y sus adiposos labios de piel de cereza.

……

Nota: Este cuento fue uno de los 30 finalistas en el Décimo Campeonato Mundial de Cuento Corto Oral celebrado el 5 de junio de 2015 en la Universidad del Sagrado Corazón.

*La autora obtuvo un Bachillerato en Ciencias Naturales y una Maestría en Comunicación Pública con especialidad en periodismo, ambos de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. También completó una maestría en Creación Literaria con especialidad en narrativa de la Universidad del Sagrado Corazón. Aquella manía de quererse en silencio, su primera novela, obtuvo dos primeros premios en The 2014 International Latino Book Awards, por Mejor Novela de Drama en Español y Mejor Primer Libro de Ficción en Español. Cursa estudios doctorales en Literatura de Puerto Rico y el Caribe en el Centro de Estudios Avanzados de PR y el Caribe.

Sueño de milenios

2015-07-12 18.39.51Por Ivette Rivera Morales

Despertó desnuda frente al Big Ben. El cielo llora la resaca de ciento diecisiete noches de juerga con Jack Daniels.Ella miró a las nubes grises mientras trataba de entender qué le sucedía a su mente. Se percató de la vulnerabilidad en su cuerpo. Era la primera vez que mostraba sus vísceras al ojo público. Miró en dirección del norte, un hombre con manos fuertes de vikingo le saludó con una seriedad solemne. Era Manuel Ramos Otero. Trató de levantarse para caminar en su dirección, las rodillas le fallaron. Cayó de bruces frente a él. Las heridas de sangre volvieron a abrirse. Suspiró profundo.  Sintió las gotas duras del aguacero en sus manos arrugadas. Recogió agua entre sus palmas y limpió sus cicatrices abiertas. Cuando se recuperó del encuentro doloroso, levantó los ojos hacia el este. Se encontró con la sonrisa de Ramón Emeterio Betances. Tuvo la sensación de comunicarse con él a través del pensamiento…˝eres libre”, recuerda ¡eres libre! Una legión de almas negras, mestizas, blancas y amarillas de todas las épocas se sacudían el abusoal ritmo de tambores africanos. Suspiró la esperanza, miró hacia el sur. Allá una María Magdalena de rasgos orientales le ofrecía un kimono de seda. Mientras se reconocían una a la otra, a la mujer le cambiaba el rostro con una expresión que le venía de adentro… era Julia de Burgos.

Con el cuerpo cubierto, caminó hacia el oeste. Allí Yuiza la miraba con recelo. La mujer le abrió los brazos del alma a la Cacica Guerrera, esta le sonrió y le entregó una pluma dorada. Luego, el rostro de Yuiza se transformó en Luisa Capetillo, en Juan Antonio Corretjer, en Clemente Soto Vélez; en todos los rostros sensibles que besaron el papel del tiempo. Al despertar, el sombrero de Pedro Albizu Campos y el espejo de Lola Rodríguez de Tió descansaban en sus pies. Primer mandamiento: honra a tu padre el verbo y a tu madre la palabra hasta que la muerte los separe.

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Nota: Este cuento fue uno de los 30 finalistas en el Décimo Campeonato Mundial de Cuento Corto Oral celebrado el 5 de junio de 2015 en la Universidad del Sagrado Corazón.

*La autora es escritora y gestora cultural.  Sus escritos han sido publicados en revistas, periódicos y medios electrónicos.  Además publicó cuentos y poesías en las siguientes  antologías: Cachaperismos  (2010, Editorial  Boreales); Homoerótica (2012, Editorial Erizo) y Latitud 18.5 (2014, País Invisible Ediitores). Su  poemario El exorcismo de tu piel fue publicado por la Editorial Mandíbula en el 2011. Fue la primera presidenta de la Cofradía de Escritores de Puerto Rico. Tiene una  maestría en Creación Literaria de la Universidad del Sagrado  Corazón.  

La cura del virus

FotoJoelFelicianoPor Joel Feliciano

Le arranca el dedo de raíz de un mordisco. El doctor Alexander Fleming se saca al zombie de encima, lo golpea con la pala, lo deja aturdido en el suelo, y con la hoja le cercena la cabeza. Sin embargo, el daño está hecho, el virus usurpa la carne del doctor, lo pudre por dentro. Se marea. No ha podido descubrir la cura de esta enfermedad. Y sin saber por qué, vagabundea por la calle. Al mediodía, su corazón deja de latir y cae bajo el sol.

En la tarde, despierta. Todo está borroso. Arrastra los pies hasta un carro, pierde los zapatos, y se mira en el espejo. Sus ojos negros están cubiertos por una capa gris. Su piel apesta a quemado y a ratones muertos. De su garganta no salen palabras, sino un gorgoteo asqueroso. Y tiene hambre. Una hambre que no le permite pensar; y cuando piensa, un dolor intenso ataca su cerebro. Y antes del anochecer olvida su profesión y su nombre.

Por una ventana se ve la luz de una vela. La puerta de la casa está desencajada y entreabierta. Se escabulle con el silencio de no respirar. Sus pasos ni se oyen. Así deduce cómo los zombies atacan sin aviso. La deducción retuerce su cerebro. Presiente a una mujer escondida tras una esquina. La huele. La enfrenta. Un batazo en la boca le vuela dos dientes. Él gruñe y jala el bate. Ella cae al piso de la sala por la inercia del jalón y grita. Él le tapa la boca. En el instante cuando ella le muerde su dedo del corazón, se desvanece esa capa gris de los ojos asombrados del zombie quien recuerda su nombre y descubre la cura. Dos segundos después, la mujer saca una pistola de su bolsillo, dispara desde la mandíbula hacia arriba y le revienta los sesos al doctor Alexander Fleming antes de que pueda gozarse ser humano otra vez.

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Nota: Este cuento fue uno de los 30 finalistas en el Décimo Campeonato Mundial de Cuento Corto Oral celebrado el 5 de junio de 2015 en la Universidad del Sagrado Corazón.

*El autor es maestro, traductor y editor. Estudió Comunicaciones en la Universidad de Puerto Rico y Creación Literaria en la Universidad del Sagrado Corazón. Obtuvo mención de honor en el Campeonato de Cuento Corto Oral 2010 por La alegría y publicó en 2013 su primera novela de fantasía: Los Impoderes. En junio de 2015 obtuvo mención honorífica en los premios de literatura del Instituto de Cultura Puertorriqueña por el libro de cuentos «Que todo se conecta».

Insomnio

Por: Anahí González Cantini

Insomnio

 

3 de enero

 

                Escribo por desesperación, buscando trazos de mí misma sobre el papel.  Necesito saber que no se me escapa la razón  por alguna grieta de la mente. Traté de explicarle a Margarita lo que me estaba pasando, cree que exagero. No me atreví a decirle que llevo semanas teniendo pesadillas. Me abruma el ruido en las noches cuando trato de dormir, pero también me desespera el silencio  ya en la madrugada cuando  el sueño se da por vencido.

 Desde que me mudé aquí, tengo miedo de  la gente, me aterra todo lo que pasa en las calles de esta ciudad… 

Llevo ya seis días sin salir del departamento… Sigo con la investigación  aunque ya no me corresponda, hay  una de las historias que me persigue en esas pesadillas

  Se me acabaron los cigarrillos pero no quiero salir de noche, durante el día a veces logro dormir… extraño a mamá… sus manos acariciando mi frente para que pudiera dormir esas noches que la locura se me quería meter por los ojos que no se cerraban nunca…

Diario La Nación                                                                                                                   

Columna Mensual

Domingo,  8 de enero de 2006

Arquitectura

Historias Ocultas de la Ciudad

Por: Margarita Rotman

Profesora de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires

 

       Acercándonos ya al bicentenario del país, el caminar por las calles de nuestra ciudad, me hace pensar en la celebración del primer centenario de la nación. Fue un impulso vital a la infraestructura de la Argentina que se convirtió en un bullicio patriótico acompañado de un crecimiento poblacional vertiginoso. Por esa misma población que se multiplicaba gracias a nuestros bisabuelos y tatarabuelos llegados de Europa, la ciudad comenzó a crecer y a desarrollarse dentro de un concepto urbano  novedoso y avanzado. Y en los cimientos de todo ese desarrollo quedaron enterradas historias macabras de nuestra nación.

        Una, que resulta verdaderamente escalofriante, se encuentra todavía  enterrada debajo de alguna casa de Buenos Aires.

        El Petiso Orejudo fue probablemente el primer asesino en serie de nuestro país.  Al momento de ser arrestado en 1913, había matado a cinco niños según su confesión. El primer cadáver, puede estar aún enterrado debajo de la casa de una ilustre familia de nuestra ciudad.

        Según él contó a la policía de la época, en 1906 tomó  a una niña de aproximadamente 2 años y la llevó hasta un baldío sobre la calle Río de Janeiro donde intentó  estrangular a la pequeña. Después de haberla golpeado, decidió  enterrarla viva en una zanja que cubrió con latas.  

          Las autoridades, al conocer este crimen, se trasladaron  hasta el lugar pero se encontraron con que se había edificado una casa de dos pisos. Los archivos policiales registran una denuncia por desaparición con fecha 29 de marzo de 1906, de una niña de tres años de nombre María Roca Face, tomada en la comisaría 10ª. La niña desaparecida nunca fue encontrada…
 

***

 

10/enero

                Escribo para demostrarme a mí misma que no  he perdido conciencia de la realidad.  Tengo montañas de papeles de historias que me  persiguen por las noches. No puedo dormir sin saber que es de  día. La noche me mortifica, estoy viendo algo que no puede ser real, no debería ser real. Ella apareció hace dos noches mientras yo estaba sentada sobre la cama, encorvada  frente a la computadora  como siempre. Antes de verla escuché su vocecita, “¿Quién sos?”.  No necesité mirarla para saber que era ella, la nena desaparecida.

                Necesito  el papel, necesito escribir  sobre hojas que puedo tocar. No confío en la computadora, me traiciona, me observa,  de allí salió ella. Lleva cien años muerta, enterrada debajo de una de las casas que estoy estudiando. No sé cuándo comencé a enfrascarme en su historia. Yo sólo quería investigar la arquitectura de Buenos Aires,  para eso vine a esta ciudad.  Tengo miedo, no sé si lo que veo es real.  Hace  tiempo que tengo miedo, por eso  tengo la s puertas y las ventanas cerradas. Duermo un poco de día. Me pasé las últimas dos noches oyéndola a ella. Me pregunta dónde está, quién es, quien soy… Me grita desde la historia  de su muerte… cuando cierro los ojos, la veo morir, adormecida de dolor, entre las latas… ¿Cuánto tiempo habrá estado allí?… enterrada viva…

***

A: luciagarza@gmail.com
De: margarita.rotman@arquitectura.uba.ar
Asunto: Te pido que reconsideres
 Miércoles, 11 de enero de 2006
Estimada Lucía,

 

   Quiero pedirte que reconsideres tu decisión. Has sido la mejor ayudante de investigación que he tenido durante mis años en la Facultad de la UBA.  Sé que extrañas mucho tu provincia  y a tu mamá, pero tu colaboración en la investigación ha sido decisiva para el proyecto.

    Me parece que fue mala idea que hicieras las redacciones desde tu departamento, has estado muy encerrada estos meses. Te necesito en la oficina. Has logrado una conexión personal con estas historias que puede darle una dimensión más humana al libro.  Las columnas en el diario han despertado interés por el tema, vos sabés las posibilidades que esta publicación nos puede dar.

    Quisiera hablar con vos en persona, traté de comunicarme a tu casa pero siempre aparece ocupado, creo que debes tener un problema en la línea. Yo me voy a Mar del Plata con mi marido  en dos días y volvemos a mitad de febrero, cuando retomaremos la investigación, espero que para entonces hayas reconsiderado tu renuncia.

 

     Saludos,

 

            Margarita

 
 

 

Creo que sigue siendo enero

                La he interrogado hasta el cansancio. No sabe su nombre.  No sabe en que año nació, no me dice nada sobre sí misma. No recuerda  al petiso. Necesito saber si es ella, si es la niña que está enterrada debajo de la casa.  A veces, cuando logro dormir, sueño con la vida que ella hubiera tenido. Me la imagino joven, adulta, anciana. Sólo hay de ella un dibujo que hizo su madre.  A veces también la veo golpeada, llorando debajo de las latas, gimiendo sin poder entender lo que ocurre, entonces despierto y está aquí en el departamento, mirándome sin saber que yo acabo de ver su muerte en mis sueños.

                Ella también me interroga a mí, me pregunta  quién soy, me sigue por el departamento, me pregunta si la conozco, porqué la busqué, porqué paseo por todo el departamento durante la noche, por qué duermo de día…

                Las sombras del departamento se me comienzan a parecer a las manchas de tinta que me enseñaba aquel terapeuta al que iba cuando llegué a la ciudad.  La tinta sobre el papel… es la única conexión que me queda con la realidad… tengo el teléfono descolgado todo el día… no quiero hablar con nadie… sólo con ella… ella sabe lo que es la soledad, ella sabe lo que es sentirse hundida debajo de la tierra y que nadie te escuche, así murió… creo que es ella… no sé…

***

                Cuando me acuesto y cierro los ojos siento cosas moviéndose  junto a la cama, ella deambula por el departamento cuando no la veo, lo sé. A veces decide no contestarme y el sonido de mi propia  voz me irrita, me desespera. Necesito saber que es ella, que es la  que está enterrada debajo de la casa… quiero ver sus huesos, asegurarme de que es real…

                Necesito dormir.

                Ayer sentí como si tocaran a la puerta, pero  la nena me llamó y me escondí con ella debajo de la cama hasta que se fueron…

                Quiero desenterrar sus huesos con mis propias manos si es necesario. Me la imagino, respirando con dificultad, debajo de las latas. Necesito saber si es ella … Ayer me  preguntó de nuevo por qué no duermo, paso horas acostada en la cama sin lograr dormir. Cuando por fin lo consigo, tengo una pesadilla nueva, sueño que estoy despierta  en el departamento  sin poder dormir y que la nena me mira. Entonces despierto asustada y la nena está allí mirándome.

***

                Ya no  sé si el papel en el que escribo es real.  Salgo de una pesadilla para entrar a otra… La nena abrió la puerta del departamento  y  se fue corriendo por las escaleras, no podía dejarla ir sola. La calle estaba vacía. No era de día ni de noche, el cielo era morado, corrí detrás de ella hasta que llegamos a la calle que conozco bien, Río de Janeiro,  he estado allí varias veces, investigando.  La casa no estaba, había un baldío  húmedo  en su lugar. La  nena  se paró junto a la zanja, la misma que imaginé la primera vez que leí la historia.  Comencé  a sacar las latas con las manos, me cortaban  y estaban llenas de tierra.  Cuando ya había llegado cerca del fondo  escuche la risa, era él, estaba cerca. El sonido de las carcajadas sádicas retumbaba en las paredes de los edificios alrededor.  Entonces  desperté, pero me encontraba dentro de la zanja  debajo de las latas y podía ver pequeñas luces  moradas que reflejaban las latas, seguía escuchando la risa  pero esta vez venía de cada una de las latas… la locura  se me quería meter por los oídos con el sonido de cada  carcajada. Cuando él se hacía más fuerte, más próximo, desperté.

                Estaba en  el departamento, acostada y la nena me miraba. Por primera vez me habló de él, ¿Lo viste? ¿Sabés  quién es? No me quiere dejar salir, me tiene encerrada, ¿Quién sos?  Entonces salió corriendo de nuevo hacía la calle y comencé a perseguirla  otra vez  pero cuando salí a la calle el cielo era rojo y no podía ver a la nena. La calle era un río negro y los edificios estaban todos cubiertos de mugre. 

                Cuando volví a despertar, la nena estaba durmiendo junto a mí en la cama. Por primera vez tranquila. Entonces entendí que él la tenía prisionera  a su lado en el infierno. Ya sé lo que voy a hacer, tengo que bajar a buscarla.

 

anahí  Anahí González Cantini

Vive en Puerto Rico desde los nueve años. Intérprete, traductora, y maestra de idiomas. Ha coloaborado en la creación y edición de libros de texto en Inglés. Cree, como Borges, que el paraíso tiene forma de biblioteca.

 

 

«Los invisibles» de Nancy Debs Ramos

***Este cuento fue el ganador del Premio Saldaña, Carvajal & Vélez-Rivé en el Certamen de Cuento Histórico de la Cofradía de Escritores 2014.

Los invisibles

«Este es el mundo visible, pero no es el único mundo».

Eduardo Lalo

Dicen que en el infierno todos somos iguales, pero en los campos de concentración nazis cada uno tenía su rango, y el de los homosexuales siempre fue el de menor categoría.

Recuerdo la tarde que nos conocimos Fred y yo, tan distinta a la de nuestra última despedida. Las nubes parecían haber desertado el cielo de Berlín. En el bar Eldorado, todo era música y algarabía. Los tabacos, salpicados con una pizca de vainilla, le impartían el aroma al salón. Lo vi pasar y me fijé en sus ojos, tan índigos como los míos. Alguien, no recuerdo quién, lo sacó a bailar. Tocaba jazz la orquesta de Gabriel Formiggini. Mientras Fred bailaba no dejaba de mirarme. Entre bocanadas de humo, lo observaba girar los pies al ritmo penetrante de la música. Levantaba la vista de mi trago y lo sorprendía escudriñándome desde lejos. Ninguno de los dos supo describir la razón por la que sucumbimos a esa agonía que implica el amor prohibido cuando hay aires de guerra.

Meses después de aquel primer encuentro, cerraron Eldorado y todos los bares que solíamos frecuentar. En las calles era imposible tomarnos las manos. Nos arriesgábamos a ser culpados de infringir el párrafo 175 del código penal. Muchos terminaban en las cárceles simplemente porque alguien los acusaba de ser homosexuales.

Una mañana, varios soldados de la Gestapo se llevaron a Fred mientras yo estudiaba en la universidad. Jamás regresó a la casa. Presumí que alguno de sus antiguos amantes lo había delatado por rabia o por miedo. Yo no lo hubiese hecho, aunque me desmembraran vivo, como sabía que él tampoco me delataría a mí.

Busqué a Fred durante varios meses sin poder averiguar a dónde lo habían llevado, pero un día tocaron a mi puerta y un soldado de la SS me condujo hasta la estación de policía.

–¿Sabes por qué te detuvimos? –dijo el sargento de la estación sin mirarme.

–No –respondí.

–Porque has cometido actos abominables con otros hombres.

–¡No! –respondí de nuevo más enfático.

–¿Eres tú en la foto? –me dijo mostrándome una fotografía que le había dedicado a Fred, en la que ambos aparecíamos abrazados. Imaginé que la habrían encontrado entre sus pertenencias.

Me encerraron en la cárcel de Luebeck. Allí me torturaron junto a otros compañeros del penal. Cada día, al menos uno de nosotros, era retirado del grupo y devuelto en las tardes con marcas de golpes en la espalda o la cara. En ocasiones nos acercaban un fósforo encendido a los vellos del escroto mientras teníamos las manos amarradas. Les gustaba vernos brincar de dolor. A veces nos obligaban a tener relaciones en grupo frente a ellos, como una gran orgía circense. Un día me ofrecieron sacarme de la cárcel si accedía a ser castrado. Me sometí a la operación. Pensaba que eso me libraría de por vida del presidio y entonces podría dedicarme a buscar a Fred; pero años después me arrestaron por anarquista y esa vez me enviaron al kazet, como le llamaban a los campos de concentración, de Flossenbürg.

Allí segregaban a los homosexuales en barracas separadas y eran muchos, pero yo no pertenecía a ese grupo porque al estar castrado los nazis me consideraban “curado”. Como el gobierno de Hitler siempre destacaba en los uniformes una insignia que revelaba la razón por la que los presos estaban allí, a los que acusaban de infringir el párrafo 175 les ponían un triángulo rosado con la punta hacia abajo sobre el número de recluso. Mi triángulo era negro. Delataba la condición de renegado. A los encargados de asegurar la obediencia y disciplina de los reclusos les llamaban kapos. Eran criminales habituales que llevaban muchos años en la cárcel; en general, eran abusadores y exigentes con los confinados. El triángulo de ellos era verde; estaban por encima de todos nosotros.

La primera vez que lo vi en Flossenbürg fue en la oficina de recibimiento, donde Fred estaba asignado a trabajar. Con la emoción de la sorpresa, tuvimos que contener las ganas inmensas de abrazarnos. Su cara de niño era la misma, a pesar de haber transcurrido casi siete años, pero los ojos revelaban una agonía de ancianidad. En ese momento no pudimos hablar mucho, solo me dijo que nunca trató de comunicarse conmigo por temor a involucrarme. Yo le dije que el tiempo que estuve libre lo dediqué a buscarlo. Poco después logramos vernos; entonces me pudo contar su experiencia:

“Al llegar al kazet me hicieron desnudar junto con otros cinco muchachos. Nos preguntaron bajo qué cargos estábamos allí. Tuvimos que describir con detalles lo que habíamos hecho y cómo. Nos raparon la cabeza, el cuerpo y el vello púbico. Entonces recibimos patadas, bofetones y puños. Los guardias nos llamaron patos, maricones, y pronunciaron todos los epítetos que nos relegaban al nivel subhumano como la más baja escoria de la sociedad. Luego llegaron varios kapos que nos observaron de cerca, mientras nos hacían girar desprovistos de toda ropa. La sensación que más semejaba esa escena, era ser vendido como esclavo en un mercado romano. Uno de los kapos, el de mayor jerarquía, me dijo que lo siguiera para mostrarme la cama. Desde ese día, no lo sabía entonces, me convertiría en el juguete sexual de Gregor. En el primer encuentro me obligó a poner las rodillas y las palmas de las manos sobre el piso, me amarró las extremidades a cuatro maderos, y tomó una vara gruesa, como de quince pulgadas de largo, que me introdujo en el ano sin ningún lubricante. La sangre corrió por la parte trasera de mis muslos y la entrepierna. El dolor y la hemorragia fueron tan intensos que terminé en la enfermería. Sabía que eso era un aviso del dominio que Gregor tendría sobre mí. Aprendí que la violación no tiene que ver con sexo, sino con el poder. A cambio del ultraje continuo, fui colocado en trabajos de oficina. También recibí mayores raciones de comida, mejores tratos…

Los kapos desean mantener a sus esclavos saludables. Otros triángulos rosados, la mayoría, son enviados a los trabajos fuertes en minas. También los someten a experimentos con inyecciones y les aplican electrochoques con la intención de corregir su sexualidad. Muchos sucumben debido a los atropellos, la pobre alimentación y la faena rigurosa. Veo a los compañeros de barraca morir casi a diario. Mi cuerpo está fuerte, pero mi espíritu está quebrado”.

Lo vi llorar por primera vez. Quise echarle los brazos, apretarlo, decirle que nunca lo había dejado de amar, pero no pude. Nos vigilaban de cerca, aunque Gregor era el que había dado permiso para que habláramos, porque creyó la historia de que éramos familia. Fred estaba encorvado a mi lado, con la palidez que produce una vida de tormentos. ¿Cómo se soporta por tantos años la humillación, el abuso, el despojo de todo lo que se ha sido y tenido? ¿Qué capa de barniz tan fina cubre nuestra civilización que puede despintarse así de fácil?

Nos vimos dos o tres veces más. En el invierno de ese año, hacia el final de la guerra, trasladaron a Gregor a otra prisión. Fred perdió toda protección y comenzó a adelgazar. Le propinaban palizas y lo habían enviado a trabajar en las minas. Una noche, mientras las ventanas de las barracas estaban llenas de nieve, revisaron a los presos de los pabellones de homosexuales. Los obligaban a dormir solo con una camiseta, sin ropa interior, y con las manos fuera de la sábana para asegurar que no se masturbaran. Fred vestía un calzoncillo que le había conseguido otro preso; lo sacaron desnudo al patio, le derramaron varios cubos de agua helada en la espalda y lo dejaron a la intemperie el resto de la noche. Luego de esa fecha enfermó de bronquitis, que más tarde progresó a pulmonía. Cada día que pasaba, se debilitaba más y parecía un manojo de huesos. Lo trasladaron a la barraca de los enfermos. Estaba al tanto de él porque un compañero de litera trabajaba en la enfermería.

Una mañana se regó en el campamento, a través de los protegidos de los kapos, que al día siguiente nos harían marchar hacia Dachau. Sabía que eso significaba que nos volverían a separar; en esta ocasión para siempre. Logré acceso a la enfermería a través de mi amigo, porque con la ansiedad que había en el campamento los guardias se reunían a menudo entre ellos y no nos prestaban mucha atención. Fred yacía acostado de lado en el primer piso de la litera, mirando hacia la pared. Me acomodé también de lado en el incómodo colchón de paja. Levanté su camisa y me quité la mía. Tracé con los dedos suavemente los bordes de las escápulas que brotaban de su espalda como alas de mariposa. Me pegué despacio a su cuerpo.

–Déjame tenerte así por unos instantes –le dije–. Esta será la última vez que nos veamos.

Fred dejó escapar un gemido angustioso. Estaba tan lacerado y frágil que el mínimo movimiento le producía un dolor agudo.

–Quiero que tu espalda huela a mi pecho y que mi pecho se impregne con el olor de tu espalda –susurré.

–No me dejes solo –dijo en un murmullo.

Me quedé un rato largo pegado a él. Sentía su respiración forzada, a un ritmo irregular. A pesar de que no hacía calor, las gotas de su sudor se adherían a mi cuerpo. Estiré el brazo izquierdo y tomé mi camisa que estaba en la cama e hice un bulto con ella. La pegué a su boca y a la nariz desde atrás. No opuso resistencia. Parecía que Fred esperaba aquello de mí; el último acto de amor. Lo sentí aflojar los músculos, abandonarse a mi abrazo. Movió la cabeza con una leve inclinación hacia abajo y luego hacia arriba, asintiendo dos veces. Apreté con todas mis fuerzas. Sentí la figura menuda estremecerse frente a mí. La falta de oxígeno provocó que Fred, aunque no quisiera, se agitara mientras mis manos apretaban su cara. Después llegó la quietud. Aguanté un rato más hasta asegurarme de que el corazón no latía. Solté la camisa. Rasgué la tela de su uniforme con los dedos y los dientes, lleno de furia. Era como si el espíritu de un animal salvaje se hubiese apoderado de mí. Arranqué el triángulo rosado junto al número de preso que todavía conservo. Me así a su cuerpo inerte y lloré.

Al día siguiente, como avisaron los kapos, nos obligaron a emprender la marcha de la muerte. Los enfermos, los más débiles que no soportarían caminar por varios días, quedaron solos, abandonados al azar en el campo de concentración. Muchos murieron de inanición antes de que llegaran las tropas aliadas.

Cuando terminó la guerra, a la mayoría de los sobrevivientes de los kazets se les pagó una suma de dinero como recompensa por los sufrimientos pasados; a los homosexuales, no. Tardamos en reajustarnos a la sociedad porque nuestros amigos ya no estaban o habían muerto. Las familias no quisieron relacionarse con nosotros; éramos una deshonra para ellos. Los aliados tampoco nos acogieron, porque tenían los mismos prejuicios. Incluso, hicieron a algunos cumplir más tiempo en las cárceles, al determinar que no habían extinguido su condena. Aunque ya no se exhibían los triángulos rosados, continuábamos con el estigma.

Ahora, en las postrimerías de la vida, he visitado varios museos del holocausto. No hay mucha información sobre nosotros. En los que existe alguna, nos llaman por el primer nombre y la inicial del apellido; dicen que para proteger nuestra identidad. Fred aparece en las listas como Alfred G. y yo como Robert C., sin muchos datos que describan nuestra historia. Para dejar de ser invisibles, nunca fue suficiente haber vivido en el último escalafón del infierno.

Nancy Debs Ramos

Nancy Debs Ramos vive en San Juan. Es graduada de Bachillerato en Ciencias con concentración en Biología de la UPR en Río Piedras. Trabaja como corredora en su compañía de bienes raíces y ha escrito columnas sobre este tema en los periódicos El Vocero y El Nuevo Día. Actualmente se encuentra en el proceso de escritura de una novela como tesis para recibir el grado de Maestría en Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón. Sus poemas han aparecido en diversas antologías, la más reciente de ellas Fronteras de lo imposible, de Casa de los Poetas, de quien recibió el segundo premio compartido en el 3er Certamen de Poesía 2014. Dos de sus cuentos fueron publicados en las revistas literarias, Inopia y Trapecio. Recibió una mención por “El proveedor” en el Primer Certamen Minicuento de la Cofradía de Escritores de Puerto Rico, categoría estudiante.

Feligreses electrónicos

Por: Mayra Bermúdez

Cuando rezan con las manos extendidas, aparto mis ojos para no verlos; aunque multipliquen sus plegarias, no las escucho, porque hay sangre en sus manos (Isaías 1:15).

 

Hace un mes que los dueños de las súper tiendas y los propietarios de pequeños negocios claman por abundancia. Llevan una desesperada guerra de promociones. Los consumidores los ven como a David y Goliat, pero en este caso divisan al gigante sentado en el trono.

La contaminación de anuncios por radio, televisión y periódico tiene a la población asfixiada. Cientos de páginas a colores inundan las revistas que mágicamente iluminan de codicia a miles de millones de ojos humanos. Los carteles de las vitrinas cubren puertas y ventanas. Los comerciantes más audaces alquilan avionetas que sobrevuelan la ciudad durante la hora pico para anunciar con rótulos inmensos la hora de apertura del famoso viernes de descuentos increíbles. Esta venta especial promete ser beneficiosa para el bolsillo del consumidor. El engaño va a ser multado, repite el secretario de comercio en rueda de prensa. Pide orden y respeto entre los ciudadanos. No es necesario hacer filas largas, dice, hay artículos para todos.

Diego y su madre, María, llevan un día y medio en la fila frente al súper establecimiento de equipos electrónicos, que al igual que otros, también ofrece infinidad de ahorros. Hacen el número seis en la línea que comienza a darle la vuelta al centro comercial más grande de la metrópoli. Al fondo, un eco interminable de bocinazos acompaña al tráfico de las cinco de la tarde. Anonadados, miran el gentío que entra y sale de la gran tienda. Desde sus sillas de playa con una sombrilla multicolor integrada se cuidan de no guardar distancia entre el joven al frente (vestido de negro con una docena de aros repartidos entre las orejas, cejas, labios y nariz); y la pareja de mujeres universitarias que resguardan la séptima posición. Parecen mudas. Desde que se instalaron, se han comunicado solo por mensajes de texto y hasta se ríen sincronizadas, como Twiddi Dim y Twiddi Dum, los gemelos del país de Alicia.

Cualquier espacio en el que quepa un cuerpo humano significa la posible pérdida del preciado turno. Son enemigos unidos por un propósito a corto plazo. La gente pega las sillas plegadizas a la pared del edificio de tres niveles formando una cadena desigual. Mujeres y hombres recuestan sus pies sobre las neveras portátiles abastecidas de soda, cerveza y agua. Es como acampar entre ceibas de cemento y cal, dice alguien a un reportero. Desde el techo del edificio y casi tocando sus cabezas, sobresale una pancarta de un mar de sábanas que desde el mismísimo cielo San Pedro pudiese leer: “Súper Especiales del Viernes Negro”. La mayoría juegan con sus celulares, y el resto, observa la caravana de personas que continúan entrando y saliendo. Desde el primero en la fila hasta el constante penúltimo vigilan sus puestos cautelosos. Entre miradas sobresale la codicia. Todos se sienten miembros del senado capitalista en espera de la asamblea extraordinaria.

Faltan doce horas para la gran venta. Cada vez que María se levanta de la silla, Diego la mira malhumorado. ¿Cuándo saldré de aquí?, se repite irritada. Es indiscutible que en este ambiente selvático alguien debe guardar el turno y el otro comprar los alimentos. Ansiosa, sale hacia el estacionamiento a fumar entre los autos. Luego va al baño de cualquier local para contar el dinero que le prestaron. Quiere asegurarse de tener lo suficiente para el celular de Diego. Con el marido en la cárcel y sin trabajo, solo depende de la ayuda del gobierno y de la iglesia. Y mi hijo necesita un celular, se repite.

Diego, recién graduado de secundaria, perdió la oportunidad de entrar a la universidad por no haber llenado la beca a tiempo. Los juegos electrónicos ocupan toda su vida. La falta de un carro y la diabetes son su excusa para no querer salir de la casa. María le compra las camisetas triple equis y cada semana le remienda la cintura de los pantalones con retazos de otro. Es difícil conseguir ropa para él, dice preocupada a los niños que lo miran con pena.

María regresa a la fila con ambos brazos llenos de bolsas con alimentos para su hijo: batida, hamburguesas, papas fritas, donas y galletas. Los demás los miran con el rabo del ojo. Cuando Diego termina de comer, la madre quiere cambiarle la camisa que lleva puesta desde hace dos días, pero él le grita que no, porque allí nadie se ha duchado. Además, añade, podemos perder el turno en un descuido. A María le tiemblan las manos, da media vuelta y se aleja de nuevo a fumar. Le preocupa cómo hará para navegar entre la multitud y conseguir el celular que quiere Diego, el Galaxy. Por otro lado, los vecinos de los turnos cercanos a Diego resuelven la hediondez con pañuelos y camisetas alrededor de sus cabezas. Parecen beduinos en medio de una tormenta de arena.

Son las dos de la mañana del viernes. La manada de gente descansa. Diego duerme y María vigila. Algunos dormitan con un ojo abierto y el otro a medias; el resto, combate el sueño con los juegos del celular. En tres horas comienza el gran clamor por la economía.

Desde la autopista se ven millares de luces de los vehículos que se aproximan al centro comercial. Deben ser los padres y madres de los niños que a cuestas culminarán sus sueños en medio del estacionamiento.

A las cuatro y media de la mañana suena una variedad de alarmas musicales. María se estremece y despierta a Diego. Le ofrece una chocolatina con cinco donas. Él se las come en menos de un minuto y con la boca llena, le ordena que cierre la sombrilla y lo ayude a levantarse. Ella lo agarra por las axilas y se echa hacia atrás. Ambos cuerpos dan tumbos de un lado a otro; mientras sus vecinos, hartos por tan larga convivencia, hacen ademanes despectivos. Al fin la silla se pudo liberar, pensaron los burlones que ríen por lo bajo.

Es casi la hora. Una inmensa masa humana está parada en espera. Una mujer logra ver al empleado que se acerca y busca la llave metálica que abrirá las compuertas de doble vidrio.

-¡Ya van a abrir! -gritan uno al frente y la voz se riega hacia atrás.

Todos alargan los cuellos para lograr ver mejor y se van juntando hacia adelante. Cuando el hombre intenta abrir, una ola de empujones proveniente del fondo, llega violenta hacia al frente y rompe el orden de la fila. Entonces el último que llega quiere ser el primero. Como los demás, Diego y María esperan apretados por la liberación.

-Galaxy, Galaxy, Galaxy -repiten los dos como en letanía.

-¡No empujen! -gritan los primeros.

-¡Qué bestias! -claman los de atrás a los que acaban de llegar y ansían entrar sin esperar.

Son las cinco. Hombres y mujeres se unen en un solo clamor. Algunos extienden los brazos y ruegan para ser escuchados. Otros, con ojos temerosos, se aferran a su pareja. Los padres cargan a los hijos al hombro y las esposas gritan por piedad. El gentío se vuelve un solo cuerpo. Diego se aferra a su madre, como María a la cruz. Ella, en sacrificio, mira al cielo en busca de aire, pero se hunde sin fe a los feligreses que la llevan a rastras. Los pulmones le colapsan; hasta su espíritu quedó atrapado entre el espacio restringido.

Al fin los vidrios de la puerta detonan, como la explosión de una estrella. El empleado queda ensangrentado en una esquina, y en la otra, yace el cuerpo sin vida de una madre.

-Mami, ¿dónde estás?, ¿por qué me has abandonado? -grita Diego mientras es arrastrado por la manada humana.

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Mayra Barmúdez

Mayra M. Bermúdez nació en San Juan, Puerto Rico y estudió administración de empresas en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Mayagüez. Estudia la maestría en Creación Literaria en la Universidad del Sagrado Corazón en San Juan, Puerto Rico. En el 2012 fue tesorera de la Cofradía de Escritores de Puerto Rico y es miembro del Taller Literario Clandestino.

La casa en que vivo no tiene dirección

Por: Hugo Rodríguez Díaz

 

—La casa en que vivo no tiene dirección —contestó el imputado Ernesto Miranda, con voz respetuosa, pausada, pronunciando con claridad cada sílaba, mientras se encorvaba y alargaba el cuello hacia el frente para acercar su cara al micrófono del podio.

El gesto afirmaba el tono escogido. Si el podio, ubicado en el medio del salón de sesiones, no hubiera estado entre él y el juez, el ademán de Miranda habría parecido una reverencia. Podía oír el crujir de su estómago, que reclamaba el café que no había ingerido esa mañana. No se podía dar el lujo de llegar tarde a la cita en el Tribunal y por eso omitió el desayuno frugal al que se había acostumbrado, que consistía del aromático líquido. La ansiedad por evitar la tardanza no le permitió analizar que el colado del café solo le tomaría pocos minutos.

—Imposible. Toda casa tiene una dirección —le dijo el juez, mirándolo por encima de los espejuelos. Pensó aclararle que el micrófono, instalado para grabar los procesos y no para amplificar las voces, recogía bien sus palabras sin que tuviera que inclinarse hacia él, pero no lo hizo.

—La mía no tiene ninguna. Es un campo.

Esa mañana había caminado hasta la bifurcación de la carretera para esperar el carro público que lo llevó hasta el pueblo. Allí debía tomar otro transporte. Era tan temprano que el pavimento todavía estaba húmedo por el rocío. En una de las calles que rodeaban la plaza central había una fila de guaguas que trasladaban pasajeros hasta la ciudad. Todas tenían abiertas las puertas del lado derecho. Se montó en la primera de ellas y cuando estuvo llena, el chofer la cerró y partió. A Ernesto Miranda le tocó al lado de una de las ventanillas. Se sentó muy derecho y dejó un espacio entre su cuerpo y el próximo pasajero, para evitar que su camisa de mangas largas se estrujara.

—Dígame el barrio o sector en que usted vive.

El calendario del tribunal tenía veintidós asuntos, pero el magistrado no podía avanzar al próximo caso, porque para completar la Lectura de Acusación de este, tenía que hacer constar el domicilio del imputado.

—A aquello le dicen La Pangola.

—¿Cuál es la carretera para llegar a su casa? —el juez, que vestía una toga negra con brocados blancos en las bocamangas, comenzaba a impacientarse.

Miranda era un hombre de bagaje. Tenía preparación académica formal y había sido maestro de estudios sociales en la escuela rural. A los cincuenta y nueve años, y con dos exesposas a cuestas, tenía la perspicacia para salir airoso de cualquier situación. Nada, sin embargo, lo había preparado para esa experiencia forense. No pudo percibir los cambios de inflexión en la voz que lo interrogaba, quizás porque se sintió compelido a decir una verdad demasiado precisa. A pesar de que lo tenía que mirar hacia arriba debido a la posición elevada del estrado de caoba, el togado le pareció a Miranda un alumno a quien hay que repetirle la lección.

—Eso es lo que trato de explicarle, señor juez. No hay una carretera que pase por mi casa ―la voz comenzó a salir temblorosa, y solo entonces se dio cuenta del frío que hacía en el recinto.

—Tiene que haber una carretera cercana, una escuela, algún comercio, que le indique al Tribunal cómo llegar a usted, si fuera necesario —la idea de revocarle la fianza comenzó a rondar la cabeza del letrado.

—Bueno, sería la carretera 159.

Había un negocio cercano, el Neri’s Bar, pero no dio esa referencia por temor a causar mala impresión.

—¿Y el kilómetro?

—Ocho punto seis.

—¿Vio que toda residencia tiene una dirección? —con aire victorioso, el juez anotaba en el expediente los datos recién obtenidos.

—Pero la mía no —insistió Miranda—. En ese kilómetro empalma la carretera y ahí es que yo me bajo del carro público.

—En este tribunal todo el mundo tiene que informar una dirección —el magistrado daba golpecitos con su bolígrafo sobre el expediente.

—Cuando salgo de la carretera, entro en una vereda. Camino como ocho minutos, cruzo una pequeña quebrada y continúo como tres minutos más, hasta llegar a un mangó Columbus kidney. De ahí bajo una cuesta y llego a mi casa.

Iba a explicar que no era un árbol de mangó cualquiera, y aunque él no podía dar fe de que ese nombre científico que había escuchado desde que se mudó allí fuera el correcto, sí sabía que su fruta es más grande que los mangós comunes, es en forma de riñón y su color es rojizo cuando está madura. Pero la mirada que descendía del estrado lo paralizó.

—No se haga el listo. ¿Usted ve estas canas? No son de viejo, son de sabio. Así que no juegue conmigo, porque este tribunal tiene facultad para meterlo preso.

El acusado comenzó a sentir que las suyas sí eran de viejo en aquel lugar donde no encontraba las palabras para hacerse entender.

—Yo no estoy jugando, señor juez —ya no era únicamente la voz la que le temblaba, sino las rodillas y las manos, mientras buscaba auxilio con los ojos en cualquier otro funcionario de la corte.

La secretaria de sala, sentada en un escritorio más bajo que el estrado del juez, clavó sus ojos en la pantalla del computador. Para no sostener la mirada del imputado, el alguacil sacó un bolígrafo de su gabán de poliéster y comenzó a garabatear en su copia del calendario de asuntos del día. Un abogado que el Tribunal le había asignado para que lo representara de oficio, le murmuró al oído un consejo, que Ernesto Miranda no se atrevió a seguir: que complaciera al magistrado y le diera cualquier dirección física.

—Mire, señor Miranda, en mi corte todos los acusados tienen un número de caso, tienen un delito tipificado y tienen una dirección —el juez fue levantando la voz hasta que las últimas palabras salieron en un grito.

—Pero yo le estoy diciendo la verdad.

—No me interrumpa. El suyo es el caso 2010-G0424, su delito es Artículo 198(q). Solo nos falta la dirección.

—Le juro que la casa en que vivo no tiene dirección —dijo ya sin esperanzas.

Ni siquiera se detuvo a pensar que haber apostado a los caballos en la banca clandestina del Neri’s Bar era un artículo 198(q).

—Le voy a dar la última oportunidad.

—Es que la casa en que vivo no tie…

—Este tribunal le revoca la fianza —el juez no dio con el mallete en el estrado, solo hizo un gesto al alguacil—. Deberá ser ingresado hasta el día del juicio. Alguacil, hágase cargo del imputado. Secretaria, llame el próximo caso.

Mientras era conducido hacia la celda no podía oír el rugido de su estómago. Lo único que escuchaba era el eco que amplificaba dos pares de pisadas por el pasillo silencioso. El reo sintió que los pasos que acompañaban a los del alguacil eran los del 2010-G0424 y no los de Ernesto Miranda, el que desayunaba café, vivía en La Pangola, más allá del mangó Columbus kidney, llegaba temprano a sus citas y le gustaba probar suerte en el Neri’s Bar.

hugo

Foto Agustín Santiago EL VOCERO

 

Hugo Rodríguez Díaz

Nació en San Juan, Puerto Rico el 10 de junio de 1968. Se graduó de abogado a los veintidós años y desde entonces ejerce la profesión, mayormente en las áreas de litigio civil y penal. Tiene su propio bufete en Bayamón. Además de su formación en Ciencias Políticas y Derecho de la Universidad de Puerto Rico, completó cursos de maestría en Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón. Al presente escribe una novela que presentará como trabajo de tesis. Es columnista en  del periódico El Vocero y miembro del Panel de Ciudadanos de la Comisión de Ética del Senado de Puerto Rico.